Mi querencia II: Sapo

Yo no quería ser Simón Bolívar en la obra de la escuela. Le tenía una especial renuncia a tener las patillas que, irónicamente, llevaría años después en mi adolescencia. Pero, hey, si Guillermo Griborio era Simón Bolívar, yo entonces quería ser Simón Bolívar. A todas estas, quien yo quería ser en verdad era Guillermo Griborio: la mejor nota del salón, y de paso, tenía a todos por amigos. Yo, que no entendía entonces de cuestiones socio económicas, no podía comprender cómo es que nadie quería ser mi amiguito. Ya, grande, me doy cuenta. No es que no querían, sino que yo no podía estar en sus clubes. Mi madre (sin mi padre), con mucho esfuerzo y sin una educación superior ni un gran trabajo, lograba alimentarme y, de paso, darme la mejor educación posible. Es por eso que pude estudiar en el Bellas Artes, con los hijos de los dueños de la ciudad, siendo hijo de Ana Morillo: para la ciudad, no mucho; pero para quien la conoce, la fuente de todo el guáramo. 

Por eso quería ser Simón Bolívar en verdad. Yo, hijo de Ana Morillo, tenía que demostrar que podía, al menos, ser el mejor. La nota más alta del salón, y tener muchos amigos. Ser, básicamente, Guillermo Griborio. Pero las maestras no entendieron eso cuando asignaron los papeles, o lo más seguro es que no me supe explicar. A mí me tocó ser el sapo. ¿Quién era el sapo? Un sapo. Como cualquier otro sapo. 

El llanto me duró lo que tardé en llegar a la casa. Mi madre, la del guáramo, ya sabía (seguro la habían llamado a ella primero) y tenía para mí, ya listo, el más cool disfraz de sapo que yo hubiera visto en mi vida. Casi que era el primer Green Ranger ¡Antes de que existieran! Todo un visionario. 

El día de la obra me dieron una campana del tamaño de mi cabeza. Se suponía que la hiciera mover como si la estuviera haciendo sonar. No sonaba, pero tal nimiedad no era de importancia. Yo era el sapo más feliz del mundo. Mi mamá me estaba viendo, estaba contenta, y tenía puesto el traje que ella me había hecho. 

Era la primera vez que me montaba sobre las icónicas tablas del Teatro Bellas Artes. Me montaría muchas veces más, luego, por miles de razones. Pero esa vez, ni sabía que estaba en un ícono de Maracaibo. Ni me importaba. Lo que importaba era yo. Feliz. El sapo tilín. Con la campana tilín. Con el traje más bonito del teatro. Qué lindas historias podía tener la clase media antes... 


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