Mi Querencia VI: Sillas vacías

Qué será, que cuando uno sale de último año de secundaria cree uno que se las sabe todas más una. Y esa una que sobra es la que te hace tan especial que, lo sabes, te vas a comer el mundo apenas empieces. Pero para qué empezar hoy, si hoy es celebrar que ya terminaste el último año, hace medio año ya, pero hay que seguir celebrando.

Más o menos así comienzan las salidas de los que salen. Y todos salíamos, cuando salíamos mucho, sea a un lugar, a comer, a bailar, a escuchar música, o a casa de un pana. Esa última opción se ha vuelto ahora la sempiterna, la única, porque salir a cualquier otra parte a celebrar es medio suicida y poco también porque ya estamos viejos para la gracia –sí, ya sabemos que no somos especiales un carajo, que a lo mucho somos subespeciales, tan normales que somos a lo mucho una estadística, parte del rating-; pero antes no, antes estábamos jóvenes. E idiotas.

Yo no me salvé de mis idioteces. Apenas al salir del colegio ya salía a lugares o casa de panas a tomar una birra o dos, a intentar coquetear – cosa a la que la ausencia de esta pipa que tengo ahora, y la presencia de cuello ayudaba mucho -, o a hablar tonterías. Chico, hasta salí a bailar de vez en cuando.
No me duró mucho la gracia. El bullicio –de las rumbas o de los toques, porque intenté los dos – se me hizo muy pronto muy insoportable y dejé de ir a donde hubiera demasiado ruido como para hablar. Muy rápido se me hizo famosa la ida a casa de los panas. Muchas casas fueron legendarias, eh.

La mía, que por vivir solo su patio se hizo famoso centro de reuniones de los estudiantes de la escuela de Letras de la primera década del siglo. Mirá vos, ahora que lo cuento, me doy cuenta de que vi en mi patio beber a escritores que viven en NYC ahora, y en otras partes del mundo. Los romances mal formados por el alcohol y el humo del cigarro muy pronto borraron esos recuerdos.

La casa de la luz, que resalta, aún saca sonrisas. Las cosas que pasaron ahí no se cuentan, dicen. Aunque en realidad no pasó demasiado. Servía para todo: desde una reunión tranquila para jugar videojuegos, hasta una fiesta bota-la-casa en donde conocía uno sólo a la mitad de la gente (y aquellos dramones, diosmido). Duró hasta que el pana se fue a Colombia y a su papá lo cambiaron de trabajo y por la misma razón de casa.

La casa de Vicky nos enrumbó más hacia donde queríamos. Beber un trago y hablar tonterías hasta que la llegada del periódico al siguiente día anunciara que, de pana, la visita tiene sueño. Aquí aprendí a jugar role, vi películas con muy bajo volumen, y reí como creo no he reído en otro lugar. Cosas buenas pasaron acá. Pero Vicky se fue a Argentina y se llevó de paso a Napo, sin pedir permiso, dejándonos a los que teníamos nido en su casa volando desordenados.

Ahora, hay paradas en una que otra roca suelta, alguna que otra casa en albergaba a unos, a otros, más nunca a todos. Porque ya no están todos. Fue la casa de Guaji la que fue albergando la evidencia de la partida, cada fin de año, tomando la foto del grupo entero que quedaba. Cuando comenzamos a tomar esa foto éramos cerca de 15. El año pasado no pudieron ir 2, y fuimos 4.

Ahora me voy yo y conmigo se va una. Poco después se va otra. Y así estamos. Nómadas, por el mundo, haciendo nido en los recuerdos.

Pero, nada, mírale el lado bueno: la casa a la que vamos ahora es el mundo, ¿no?


¿No?


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